Uruguay: una sociedad que se prepara para el debate sobre acceso a la cultura
Mariana Fossatti y Jorge Gemetto
The needs of the many outweigh the needs of the few, or the one.
Mister Spock
El gobierno nacional se comprometió a instrumentar este debate en los próximos meses, garantizando que todas las voces sean oídas y tenidas en cuenta. Del debate deberían surgir propuestas legislativas y de políticas públicas para adaptar la ley al nuevo contexto social, reconociendo el derecho de todos a acceder al patrimonio cultural.
El artículo 218 del proyecto de ley de rendición de cuentas, establece cambios en las leyes 9.739 y 17.616, extendiendo los plazos del monopolio de 50 a 70 años.
La oposición al artículo 218 se expresó en la opinión pública a través de un conjunto nutrido de instituciones y personalidades, quienes con el lema “Contra la privatización de la cultura en Uruguay” pusieron de relieve la visión mayoritaria en la sociedad de que el patrimonio cultural no debería estar controlado por manos privadas, sino que debería ser un bien común. Visión que se materializa en las prácticas sociales cada vez más cotidianas de buscar, copiar, remezclar, crear y compartir en Internet, y que es liderada por las generaciones más jóvenes, entre quienes la compartición de música, juegos, videos y otros tipos de obras ni siquiera se imagina como algo malo.
El paradigma en el que está basada la ley de derechos de autor uruguaya es el opuesto. Se ponen en manos de los titulares de derechos (los cuales no siempre son los autores, dado que estos derechos suelen ser cedidos por contratos a empresas intermediarias) todas las potestades para prohibir la circulación de las obras. Más aun, la ley entiende que salvo autorización por escrito del titular, toda reproducción es ilegal y debe ser castigada penalmente.
Esta visión propietarista o privatista de la cultura ha sido cuestionada desde que existe la imprenta. Sin embargo, hasta hace pocas décadas no planteó problemas visibles para el conjunto de la sociedad. Al fin y al cabo, la reproducción de las obras era cara y solo podían hacerla imprentas y editoriales. En aquel contexto tecnológico, las restricciones no tenían mucho mayor efecto que el de regular la competencia hacia adentro del sector editorial.
Sin embargo, con la aparición de las tecnologías masivas de copia, y más aun, con las computadoras y otros dispositivos digitales, los problemas del paradigma privatista de la cultura se hicieron evidentes. Ahora ya no son las editoriales piratas, sino los mismos usuarios de cultura, quienes pasan a ser blanco de las quejas de los titulares de derechos. Las campañas masivas de “concientización” contra la “piratería” hablan más de la preocupación de la industria por perder en la práctica sus privilegios monopólicos, que de una pretendida falta de educación de la ciudadanía. La gente sabe que hacer copias o acceder a ellas sin autorización es ilegal, pero lo hace de todas formas porque no cree que sea algo malo.
Lo denominan robar o piratería, como si compartir la riqueza del conocimiento fuera el equivalente moral a bombardear un barco y asesinar a su tripulación. Pero compartir no es inmoral, es un imperativo moral. Sólo aquellos cegados por la avaricia impedirían a un amigo hacer una copia.
En suma, el paradigma privatista de la cultura tuvo vigencia a lo largo de la historia hasta que chocó contra la posibilidad concreta, brindada por la tecnología, de que cada persona se convirtiera en autor y difusor de cultura en gran escala. Ante esta oportunidad digna de festejo, que amplía el acceso a la cultura de formas antes inimaginadas (el sueño de cualquier bibliotecario), hoy nos encontramos sin embargo con un conjunto de agentes de la industria y de entidades recaudadoras que, en lugar de buscar formas de adaptarse a la nueva realidad social, tratan de aferrarse a privilegios que la ley les otorga pero que la fuerza de la realidad cuestiona cada vez más abiertamente.
Frente al próximo debate sobre acceso a la cultura y derechos de autor en Uruguay, tenemos el desafío histórico de pensar una futura ley adaptada a la nueva realidad. La solución no parece pasar tan solo por hacer retoques mínimos que corrijan las injusticias más flagrantes de la ley actual, como la penalización del trabajo de archiveros y bibliotecarios, la criminalización del acceso a materiales de estudio, la prohibición de hacer copias de obras para uso doméstico, el impedimento legal de tomar fotografías de esculturas y monumentos, la represión a quienes redistribuyen obras agotadas, entre otros muchísimos absurdos.
Más bien, conviene darnos cuenta de que estamos ante un cambio de época, que reclama a su vez un nuevo paradigma para pensar el acceso a la cultura y el trabajo de los autores. Como ya dijimos, con la popularización de las tecnologías digitales la cultura ha pasado a ser, por la vía de los hechos, un bien público. Estamos más cerca que nunca de la biblioteca universal con la que soñaba Borges. Un nuevo paradigma centrado en el bien común de la sociedad, antes que nada, debe reconocer esta realidad y aceitar los mecanismos para alentarla. Por regla general, las necesidades de la mayoría se anteponen a las necesidades de unos pocos. El principio fundamental, por tanto, debe ser el acceso irrestricto a la cultura. Las restricciones y monopolios sobre obras culturales, en cambio, deben pasar a ser mecanismos excepcionales que se utilicen de forma acotada únicamente cuando demuestren un bien para el conjunto. En caso contrario, seguirá ocurriendo lo que ocurre hoy: las restricciones por derechos de autor seguirán actuando como barrera a la difusión cultural y bloquearán el acceso a todo lo que caiga bajo su dominio.
Desde hace tiempo está demostrado que la gran mayoría de los autores no viven de las regalías por derechos de autor. La negación de esta realidad ha llevado a que el Estado se desentienda de los derechos fundamentales de los artistas y creadores: un salario digno, salud y seguridad social. Hacer pasar al artista como miembro de una clase diferente a la de cualquier otro trabajador tiene consecuencias lamentables: en primer lugar, convierte el trabajo creativo en trabajo precario, al alentar que los patrones e intermediarios no paguen por el trabajo sino que prometan regalías a futuro. Por otro lado, lleva a que muchos artistas tomen como prioridad el reclamo de monopolios exclusivos, perdiendo de vista los derechos laborales fundamentales. Además, rompe el vínculo de los artistas con la sociedad, al criminalizar las prácticas cotidianas de acceso y propiciar el enfrentamiento entre los artistas y los consumidores “piratas”, que abarcan a la mayor parte de la sociedad. Por último, si bien no logra impedir que la gente comparta cultura de manera informal, criminaliza dichas acciones cotidianas de la población, atentando contra las garantías constitucionales, y afecta la capacidad del Estado para la difusión cultural, dado que el Estado no puede eludir las normas que él mismo dicta en supuesto favor del arte y la cultura.
Un nuevo paradigma sobre el derecho de acceso a la cultura y el trabajo de los autores, por tanto, debe dejar de basarse en mitos caducos y buscar soluciones reales que garanticen una vida digna para los trabajadores del arte y la cultura, al tiempo que se derriban las barreras legales para el acceso y la compartición.
Las regulaciones actuales no son capaces de dar respuesta a las tensiones que se generan entre los derechos de acceso a la cultura y los derechos de autor, en el marco de la expansión de las tecnologías de la información.
Este camino requiere pensar en conjunto, como sociedad, las leyes que queremos para el futuro. Para empezar el debate, desde el movimiento #noal218 se han sugerido algunos puntos de partida, que incluyen el reconocimiento de la compartición sin fines de lucro, del remix y el mashup; la necesidad de normas que protejan a los artistas en los contratos laborales; la libre disponibilidad de obras financiadas con fondos públicos; la fiscalización y democratización de las entidades de gestión de derechos de autor; la búsqueda de alternativas al dominio público de pago, entre varias otras propuestas.
Este es solo el comienzo del debate. De aquí en más, será responsabilidad de la ciudadanía, y especialmente del Estado, darle voz a todos los sectores interesados, incluyendo el sector educativo, las bibliotecas, la amplia diversidad de autores y, sobre todo, los consumidores de cultura, quienes, en definitiva, somos vos, yo y toda la sociedad.