Militar el software libre con paciencia y alegría

Esteban Magnani

Ese tipo de click, de iluminación frente a la oscuridad de lo dado, es la que intenta cada militante de una causa. Quienes pelean por explicar la importancia del software libre intentan captar la atención de quienes, inconscientes, sufren las presiones del consumismo en sus propias computadoras. Nuestra tarea es más difícil porque todo el mundo puede comparar el laberinto de sus shoppings con la practicidad de sus casas, pero buena parte de la humanidad ni siquiera puede ver las limitaciones que imponen sistemas operativos (SO) como Windows o iOS. ¿Cómo comunicar la existencia de un lugar mejor que pocos conocen y ni siquiera tiene las herramientas para imaginar?

Quienes pelean por explicar la importancia del software libre intentan captar la atención de quienes, inconscientes, sufren las presiones del consumismo en sus propias computadoras.

El problema de la comunicación es central en materia informática

Mejor dicho: el problema de la comunicación es central. Frente a temas ubicados fuera del radar cotidiano, la mayor tentación es entregarse a un “De eso no sé nada”.

En el caso de la tecnología percibo cierta culpa en mis interlocutores por su incapacidad, como si el tren de la historia hacia la prometida felicidad informática les pasara por al lado y ellos no tuvieran el ticket. Sobre esa culpa se monta una maquinaria de ventas de nuevos dispositivos que – esta vez sí – nos permitirán subirnos al estribo y llegar sin escalas al paraíso.

¿Cómo luchar contra esa resignación alimentada por publicidades omnipresentes que disfrazan el potencial liberador de la tecnología con el consumismo más esclavizante en formato de cuotas?

Hace poco, el gran periodista/comediante británico John Oliver entrevistó a Edward Snowden, el ex-espía que reveló la brutal escala del espionaje global que lleva la National Security Agency (NSA) estadounidense.

Oliver, se puso en el filo de lo aceptable al ironizar con un tipo que se jugó la vida por lo que creía correcto: le recomendó estrategias comunicacionales más efectivas que las que había utilizado; estaba implícito un fracaso a la hora de impactar en la sociedad. Según Oliver, hablar de metadatos, espionaje masivo, complicidad entre las corporaciones y la inteligencia estadounidense no logra el objetivo real: captar la atención del electorado estadounidense para que reaccione frente a los abusos. Le recomendaba remplazar en sus declaraciones la palabra “datos” por “fotos de sus pitos (dick pics)”: “La NSA recopila todas las fotos de tu pito que enviás a tu novia por internet”, “Los agentes de los servicios de inteligencia conocen todas las fotos de tu pito”. La estrategia puede ser riesgosa, pero tiene un buen punto: el precio de la masividad es muchas veces la simplificación del discurso y la apelación a alguna temática irresistible, mejor que mejor si es sexual.

Intentemos aquí similar pero un poco más recatado: usar software privativo como Windows o iOS es como comprarse un auto y descubrir un abogado al volante. A él debemos pedir que nos lleve a un destino pero, si no lo considera apropiado o suficientemente seguro nos dirá que “mejor no” con firmeza. Cada tanto subirá algunos amigos para que nos ofrezcan sus productos, pero puede rechazar alguno de nuestros invitados. El auto además va a estar cargado de todas las cosas que él considere necesarias, gastando nuestro combustible en llevarlas.

No estoy seguro de que este mecanismo de comunicación funcione. Probemos por el lado clásico: la culpa. Tal vez sea mejor hablar la jerga del capitalismo, de la propiedad privada, para llegar al corazón del consumidor de tecnología: ¿De quién es la computadora?

Para quienes conocemos la otra cara de la informática, es insufrible utilizar un Windows 8 en el que la pantalla principal parece una marquesina ajena donde nos ofrecen, por ejemplo, comprar un libro o contratar un servicio de video on demand por “tan sólo” unos dólares.

¿De quién es la computadora?, ¿nuestra o de una empresa que nos quiere vender cosas?

Eso me pregunté hace poco cuando una amiga me pidió que erradicara de su computadora nueva el Windows que traía, ese caballo de Troya al servicio de las corporaciones. Ella había pagado bastante por esa máquina y ya conocía un SO basado en GNU/Linux llamado Ubuntu.

Una computadora, en principio, es una serie de fierros vacíos que uno debería poder llenar a su gusto, como el auto mencionado. Por eso permite que uno “bootee” (o arranque la máquina) desde un pen drive o un cd con el sistema operativo que quiera, lo cambie, pruebe otros… Bueno, ya no: ahora existe un sistema de Windows que protege ese tipo de actividad con lo que ellos llaman “Secure Boot”. Es decir que el Windows, un inquilino en la máquina, se arroga el derecho de admisión. Para sacar esa opción tuve que bucear largo rato en la web hasta dar con un tutorial donde indicaba el itinerario laberíntico para desactivarlo. La elección del nombre no es casual: “Secure Boot”.

La seguridad es el gran comodín de nuestra era, el que nos inocula el miedo bajo las venas para luego darnos el antídoto de la seguridad. Zygmunt Bauman lo dice con esa elegancia tan particular e indiscutible de los posmodernos: “Mi sumisión es un progreso de la libertad”. En otra parte de “Vigilancia líquida” (parte de ese franchising hídrico-intelectual del autor) explicaba que la gran paradoja de nuestros tiempos es que nunca la humanidad ha tenido tantas alarmas, tantas rejas, tantas cadenas, tantos botones antipánico, tanta policía y, sin embargo, se ha sentido tan insegura.

La seguridad es el gran comodín de nuestra era, el que nos inocula el miedo bajo las venas para luego darnos el antídoto de la seguridad.

En el caso del Windows o del IOS de Apple, sistemas operativos cuya única diferencia es que apuntan a segmentos de mercado distintos, está el mismo discurso pero peor: esas empresas nos protegen de nosotros mismos, más precisamente de nuestra propia ignorancia. El enemigo somos nosotros y debemos contratarlos como acompañantes terapéuticos que nos protejan de hacernos daño.

Encadenamos nuestras manos con un sistema informático que limita nuestra capacidad de error aunque, como sabemos, de los errores se aprende. En un sistema social donde la anomalía es sospechosa y la desviación de la media el primer paso al terrorismo, una propuesta así suma para meter a todos en el camino correcto gracias a otra herramienta del consumo pasivo.

Esto no solo se nota en la marquesina que nos recibe al encender la computadora con Windows, sino en la cantidad de recursos de la computadora que se usan para procesos sin relación con nuestros deseos y necesidades. Para colmo, otros lumpen-empresas que no pueden competir con esos monstruos, crean pequeños virus o malware que les permitan acceder a nuestros datos y participar en esa nueva economía de la información privada que permite a empresas como Google facturar más de cinco mil millones de dólares por año. Pero esa es otra historia.

Encadenamos nuestras manos con un sistema informático que limita nuestra capacidad de error aunque, como sabemos, de los errores se aprende.

En este punto suelo perder a mi interlocutor. Algunos ponen voluntad, pero entender un nuevo problema no es fácil. Para peor hay tantos peleando por nuestra atención: “¿Acaso a la situación en Palestina, el neoliberalismo, los fondos buitre y el patriarcado – ahora le tengo que sumar la problemática del software privativo? Ni loco, es un detalle menor al lado de otros”.

Y sin embargo…

Podemos llamarlo de mil maneras: la sociedad de la información, la hipertecnología, o como se quiera; lo cierto es que la informática está en todo y cada vez más; en la medicina, la arquitectura, la educación, la política, las decisiones de un gobierno… La tecnología está en todas partes como la política, de la que es inseparable. Cómo usamos la tecnología es determinante para saber qué tipo de sociedad estamos construyendo. Obviamente a esta altura de mi explicación, perdí a los pocos que aún me escuchaban. Tal vez trabajar la culpa funcione mejor.

La tecnología está en todas partes como la política, de la que es inseparable. Cómo usamos la tecnología es determinante para saber qué tipo de sociedad estamos construyendo.

Nadie tiene demasiadas dudas acerca del funcionamiento de las grandes corporaciones como la Shell, Texaco, Adidas, Nike, Standard & Poors, AT&T, etc. etc.

Por alguna extraña razón, las nuevas corporaciones como Google, Yahoo, Microsoft, Apple, Facebook y demás lograron mantener mucho tiempo una engañosa imagen de frescura juvenil y entusiasta. Pero poco a poco se filtra a la sociedad, entre los pliegues de sus monstruosas campañas de marketing que, en lo esencial, no tienen diferencia con sus más veteranas colegas.

En Foxconn, una maquiladora china en la que se arman los iPhone de Apple entre otros productos que pasan por nuestras manos, las condiciones son tan terribles que en los últimos años decenas de obreros se tiraron al vacío desde sus ventanas. La solución que encontró la empresa fue poner redes en la planta baja. Al parecer los cientos de dólares que vale cada uno de los millones de dispositivos que allí se ensamblan no alcanzan para atacar el problema de raíz y mejorar las condiciones laborales. O sí alcanzan: ahora están remplazando trabajadores con robots.

Los empleados de Amazon caminan varios kilómetros por día, guiados por scanners que los llevan hasta el siguiente producto que deben empaquetar. Son solo extensiones de tecnologías de trackeo.

Por supuesto que en otras empresas los empleados tienen mesas de ping pong y hamacas paraguayas. A cambio los empleados dejan la vida, trabajan sin horarios, por objetivos y la empresa solo acepta mantener a gente realmente comprometida. ¿Cómo hizo Google para, en menos de veinte años, pasar a ser la empresa más grande del mundo y con resto para comprar a cualquier buen proyecto que amenace su liderazgo?

La culpa nunca es un buen método para seducir consumidores. Mejor probar con un mensaje más positivo.

El software libre es como una receta que se comparte. Alguien me la pasa, la uso, la mejoro, le cambio ingredientes para que encaje mejor en mis gustos y vuelvo a compartirla. El software privativo es un pollo al horno comprado en una rotisería. Para peor, si tratamos de usar los ingredientes de ese pollo para mezclarlos con unos fideos que nos sobraron de ayer, estamos cometiendo un delito. Esa receta de pollo además está registrada con una patente que la protege de que hagamos un pollo similar, a menos que queramos pagar multas o ir presos.

La humanidad se enriqueció compartiendo buenas ideas: la revolución científica no habría sido posible si Galileo, Kepler o Newton hubieran ocultado sus descubrimientos a quien no pagara por ellos. Al compartir una idea no la pierdo como al compartir un pan: lo multiplico.

El software libre es como una receta que se comparte. Alguien me la pasa, la uso, la mejoro, le cambio ingredientes para que encaje mejor en mis gustos y vuelvo a compartirla.

Sí, ya sé, parecería que entonces el software libre es para hippies y comunistas que no les importa regalar su trabajo… bueno, no solamente. Existen muchas empresas y cooperativas que se dedican al software Libre y hacen de ello su trabajo.

¿Cómo es eso, si el software libre se comparte sin restricciones?

Bueno, justamente: si una empresa quiere instalar algún software libre complejo el técnico cobrará por ese trabajo, pero no por el trabajo previo de la comunidad. La inmensa ventaja es que no hace falta estar escribiendo un programa nuevo cada vez para hacer lo mismo, si no que podemos adaptar lo anterior. El software libre es un bien común como puede serlo un idioma: a nadie se le ocurre cobrar a los demás por una palabra que inventó.

La inmensa ventaja es que no hace falta estar escribiendo un programa nuevo cada vez para hacer lo mismo, si no que podemos adaptar lo anterior.

Las implicancias de esto son enormes. Por ejemplo, un país que usa software privativo, generalmente hecho por corporaciones extranjeras, se condena a sí mismo al colonialismo tecnológico. También, utilizar un software privativo que no sabemos cómo está hecho ni podemos modificar, nos condena a ser usuarios pasivos, además de pagadores de licencias con divisas que cuesta mucho generar. O a ser piratas fuera de la ley, claro. Y la lista sigue… pero corre el riesgo de aburrir.

El año pasado escribí un libro sobre estos temas con un tono de divulgación. Pensaba que si tanto ciudadano de a pie, como gusta decirse ahora, leía sobre matemáticas, dinosaurios o la inteligencia emotiva, se podía escribir un libro similar sobre la otra cara de la tecnología, la que no tiene que ver con tener el celular más grande y poderoso, si no con el tipo de sociedad que se construye según las elecciones tecnológicas que se hacen. Saqué el libro con una licencia Creative Commons que permite copiarlo, descargarlo y demás.

Fue muy valorado por la comunidad que se interesa por este tema, la cuál, además, viene creciendo. Algunos incluso me compraron un par de copias para regalar a amigos refractarios a estas temáticas por considerarlas demasiado técnicas. Pero el libro no logró cruzar la frontera que separa a los especialistas del gran público.

Cuando se aprobó el Matrimonio Igualitario, un militante contaba que unos años antes, junto a varios compañeros, se habían reunido con Néstor Kirchner para pedirle que presentara la ley en el Congreso. Según el relato la respuesta fue “Ustedes milítenla que yo los voy a apoyar”. Fue una excelente lección de que las leyes tienen mucho más poder y más legitimidad si vienen de abajo que desde arriba.

El Estado argentino, al igual que muchos otros, viene instalando cada vez más software libre en sus máquinas por razones de seguridad (permite sabes qué hace con nuestra información), costos (se paga por el trabajo de adaptarlo y ponerlo a funcionar, pero no por licencias), desarrollo local (no hace falta contratar a grandes corporaciones para que lo instale) y otras. Son pasos muy lentos para los más ansiosos, pero suman de a poco para que los trabajadores del Estado vean que un sistema operativo como GNU/Linux en cualquiera de sus variedades (Ubuntu, Fedora, Debian, Mint, etc.) no es algo que solo un nerd puede entender.

También un grupo de militantes desde dentro y fuera del Estado logró que una distribución de GNU/Linux llamada Huayra se instale en las máquinas del Plan Conectar Igualdad para que los chicos del secundario puedan meter mano, entender cómo están hechos los programas, modificarlos y ser en el futuro productores de informática y no simples consumidores pasivos de lo que les dan.

La posibilidad de un cambio más general un enorme desafío, tanto desde lo técnico y lo comunicacional como desde lo político, lo económico, lo ideológico y lo social. No será fácil: del otro lado hay millones en publicidad, marketing y desarrollo. La única posibilidad entonces es militar el cambio con alegría, paciencia y creatividad.

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