Salir del agronegocio
Leonardo Rossi
Calle profundiza en la idea de soberanía alimentaria, y pone el acento en el rol que deben jugar los sectores urbanos a la hora de frenar al avance de la agricultura industrial. Sin tener en cuenta la aún vigente “lógica centro-periferia, según la cual los países del sur estarían obligados a vender sus materias primas, y la impronta desarrollista producto de años de colonización” no se puede entender la apuesta regional por el modelo extractivo, plantea. Del Río Bravo hacia abajo, esta lógica que describe el investigador se mantiene en pie con diversidad de matices (entrada masiva de transgénicos, minería a cielo abierto, industria forestal, hidrocarburos), “a pesar de gobiernos progresistas y que tienen cierta sensibilidad social”.
Como golpe certero del agronegocio, destaca el caso de México: “Acaban de cambiar un país que era autosuficiente en el abastecimiento de maíz y ahora es dependiente”. En 1961 la nación mexicana importaba sólo el 0,5% de ese bien central en la dieta popular. Mientras que en 2010 Tratado de Libre Comercio Mediante importó el 23,6%, según datos del Observatorio del Derecho a la Alimentación y a la Nutrición.
Tras dejar de lado casos como el de México o Colombia, de fuerte apego a las directivas norteamericanas, Calle apunta que el debate sobre la utilización o no de paquetes agrotecnológicos no escapa a territorio alguno en América Latina. “Incluso la incorporación de transgénicos se ha avalado en Cuba”, que avanzó en la producción pública de un maíz de este tipo. “Nosotros desde el ISEC decimos que no hay un transgénico socialista, en el sentido de que ese modelo supone una ciencia de laboratorio no participativa y una homogenización productiva, y uso intensivo de insumos, que va en contra de establecer autonomía campesina”.
La maldición de jugar en primera
En materia de transgénicos, Argentina, y Brasil son jugadores estrella. Destaca la Vía Campesina (VC) que el 90% de esta producción se concentra en Estados Unidos, India, Canadá y los dos grandes socios comerciales de Sudamérica.
Para Calle, el rol de los organismos científicos como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) es clave en el triunfo de las multinacionales del agro. Desde “esas instituciones cientificistas, concentradas, que no creen en la ciencia con la gente” se construyó el discurso que legitima la idea de que “Argentina necesita tierra para vender soja”.
“Si hoy planteás que la agroecología puede alimentar al mundo, esos organismos te van a decir que no”, sostiene. En Argentina, fue la propia presidenta Cristina Fernández quien avaló esa teoría: “Hoy está claro que los métodos tradicionales de agricultura así cubriéramos toda la superficie de la tierra no llegarían a cubrir las demandas”. La declaración no fue hecha en un marco casual: 15 de junio, Nueva York, anuncio de la instalación de una planta de Monsanto en Argentina.
Desde la VC contrastan: actualmente son campesinas y campesinos quienes producen el 70% de los alimentos del planeta, aunque en cada país “la agricultura de pequeña escala controla menos de la mitad de las tierras agrarias”. Del otro lado, un sistema agroindustrial que “está degradando los mejores suelos del planeta”, arrasa con la biodiversidad y desplaza familias.
Aprender del campo
-Confundiendo los conceptos de seguridad y soberanía alimentaria muchas veces se da un paraguas ético al avance de esta agricultura industrial.
-Las élites intentan apropiarse de lo que tiene legitimidad social. Y hoy tiene sentido confundir soberanía con seguridad alimentaria. No les interesan las implicaciones del término soberanía alimentaria, que reclama autonomía campesina, productora, y capacidad de decisión porque el Estado no entiende ese vocabulario que sí está muy fuerte en las prácticas de los movimientos rurales.
-¿Y qué pasa con la masa crítica de las ciudades?
-Evidentemente la idea de soberanía alimentaria viene de organizaciones campesinas, de herencia cultural y política de ámbitos rurales y pueblos originarios. Pero animo a discutir la producción y consumo en las ciudades, que se hable de municipalización agroalimentaria, de grupos de consumidores por la soberanía alimentaria. En Europa no queda otro remedio porque no existe masa campesina, entonces la respuesta viene del lado de la ciudad.
-¿El ecologismo europeo tiende a mirar los impactos que el consumo del norte reporta en el sur?
-Del lado de las luchas más ecologistas y organizaciones de pequeños agricultores se tiene en claro la dependencia entre poner tierras a producir en el sur y aumentar la dieta cárnica en Europa, y lo que eso implica: acaparamiento de tierra, emisión de dióxido de carbono. Estos espacios se niegan a un sistema global de transmisión de proteínas a costa de la fertilidad de la tierra, ya que la soja se utiliza para alimentar animales.
-¿Por dónde comenzar a salir de este modelo?
-Hay que pensar en el establecimiento de sistemas agroalimentario locales y orgánicos; de relación directa entre productores y consumidores. Y con una perspectiva de soberanía alimentaria porque también hay que decir que muchos de los que producen orgánico en España lo hacen en gran escala y para exportación hacia los mercados centrales europeos. Entonces, la producción orgánica no es condición suficiente sino que hay que romper esta lógica de dependencia.