Los chacales del imperio

Ezequiel Acuña

En junio de este año 2012, el presidente de Panamá, Ricardo Martinelli y la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, inauguraron la ““Cumbre Conectar las Américas(conectar) abogando por mayores controles en Internet justificados por la supuesta necesidad de combatir la pornografía infantil… y los ataques anónimos en la red.

Mientras Chinchilla se enfrenta hoy con los reclamos de sectores estudiantiles por su veto a la Ley de fotocopiado, en Panamá Martinelli acaba de aprobar (después de un veto parcial que poco cambió) una reciente ley de derechos de autor realizada para cumplir con los requisitos del Tratado de Promoción Comercial (TPC) firmado con Estados Unidos.

El miércoles 10 de octubre, Martinelli sancionó la Ley 64 que regula el derecho de autor de manera severa e insidiosa. El 26 de septiembre, bajo el nombre de ley 510 “Sobre derechos de autor y derechos conexos”, la Asamblea Nacional, es decir, el poder legislativo de Panamá, había aprobado por la mayoría absoluta que mantiene el partido de gobierno Cambio Democrático, un proyecto para la protección de la propiedad intelectual y el derecho de autor que muchos calificaron de “draconiana”. Y no es para menor, porque promete controles fuertes y peligrosos sobre el ciudadano raso. Probablemente sea una de las peores leyes de protección a los derechos de autor en la actual Latinoamérica, y sólo las penas de hasta dos años que prometen en Japón parece sacarle ventaja.

La polémica estalló en los blogs panameños, activistas de la cultura libre, medios de comunicación alternativa. Una petición en “Change.org(changeorg)”:http://www.change.org/es/peticiones/presidente-de-la-rep%C3%BAblica-de-panam%C3%A1-no-sancione-el-proyecto-de-ley-510-2012-y-vetar-art%C3%ADculos-151-153-y-157#share le reclamaba a Martinelli el veto, cosa que solo se consiguió parcialmente, y los cambios, si bien simbólicos, no fueron significativos. Pero también hubo manifestaciones de enojo y protesta por parte de los propios artistas que no se siente y con razón representados por la flamante ley. Y es que es más bien poco lo que la ley tiene para ofrecer incluso a quienes pueden querer cuidar su obra de utilizaciones pirata. Sin embargo, la clase política parece bastante contenta y convencida del futuro promisorio de tamaña regulación.

Durante la discusión del segundo debate en la Asamblea Nacional, el ministro de Comercio e Industrias, Ricardo Quijano dijo estar convencido de que “con la implementación de esta normativa nuestro país se está modernizando dentro del contexto internacional y mundial”. Más allá de que la excusa de la “modernización” para implementar políticas de control impuestas desde los centros de poder mundial como Estados Unidos o Europa suena gastada y a mentira vieja de fines del siglo XIX (y sin embargo, cuánto y cómo la han repetido durante todo el siglo XX), más allá de la vacuidad de tal afirmación del Ministro de Comercio e Industrias, no parece en vano señalar que la regulación de las infracciones estará a cargo de la Dirección General de Derecho de Autor (DGDA), precisamente, del Ministerio de Comercio e Industrias.

A su vez, en los motivos de la ley se lee que la intención es que Panamá, con este proyecto, cuente “con un ordenamiento adecuado y eficaz para la protección de los autores de las industrias, la cultura, la información, el entretenimiento y las telecomunicaciones, así como de quienes con su trabajo intelectual o su esfuerzo técnico-empresarial, contribuyen a la difusión de las obras y al acceso a los bienes culturales, base fundamental de un verdadero desarrollo”. Y aquí está uno de los puntos de la Ley que resulta o bien ridícula o bien maquiavélica. Porque a pesar de estas afirmaciones, la ley establece que el dinero obtenido por las multas a los infractores irá directamente y en su totalidad al organismo encargado del trabajo de policía, es decir, la Dirección General de Derecho de Autor, sin que los autores vean un solo centavo por las utilizaciones de su obra.

Con bastante claridad, el artículo 153 expresa:

“Las sumas que perciba la Dirección General de Derecho de Autor por las tasas derivadas de los servicios que preste y por las multas que aplique en ejercicio de sus facultades serán destinadas a mejorar su infraestructura operativa, complementariamente a las partidas que en el Presupuesto General del Estado se destinan para el funcionamiento de dicha entidad para el funcionamiento de dicha entidad, de acuerdo con los procedimientos y principios que, para tal efecto, establezca el Órgano Ejecutivo por conducto del ministerio del ramo, para su correcta administración y distribución”.

El artículo 153 de la versión de la ley que había aprobado la Asamblea Nacional a fines de septiembre (es decir, la llamada Ley 150) establecía además que las tasas serían destinadas tanto a mejorar la infraestructura de la DGDA como a “estimular el rendimiento de sus funcionarios”. Como en un rapto de decencia, aclaraba al final del párrafo, sin embargo, que “las sumas que correspondan a cada funcionario no excederán del 50% del total de su remuneración salarial básica mensual”. Esta bonificación establecida por la misma ley fue uno de los puntos que más revuelo levantó y, precisamente, uno de los cambios que Martinelli pidió que la Asamblea realizara antes de aprobarla definitivamente bajo el rótulo de Ley 64.
Sin embargo, haber quitado una de los puntos más nefastos de la ley no la rescata por completo de su ridiculez esencial. Digamos que Panamá cuenta en este momento con una flamante ley bastante especial. Y lo que hace verdaderamente única e increíblemente es que la multa nunca llega al dueño del copyright. Por esta razón, además, no se excluyen las demandas civiles futuras que el dueño del copyright pueda querer llevar a cabo. La multa de la DGDA es una multa solo para la DGDA. Así, no es muy difícil entender el entusiasmo del ministro de Comercio e Industrias bajo cuya ala queda la DGDA, dependencia que promete nuevos ingresos fijos y sin otro destino que ella misma.

El otro veto parcial de Martinelli a la ley 150 fue el monto máximo que la DGDA podrá estipular como multa. De 100 mil dólares, Martinelli pidió a la Asamblea Nacional que se estableciera en 20 mil dólares. La diferencia es, evidentemente, grande. Pero la suma sigue siendo enorme para cualquier ciudadano de a pié. Más aún cuando las capacidades de la DGDA para multar son casi plenipotenciarias.
Martinelli vetó la bonificación a los funcionarios, pero no modificó el destino del dinero hacia los verdaderos tenedores del copyright. Modificó la suma máxima para las multas pero no la capacidad de la DGDA de multar sin control judicial. Digámoslo: el veto parcial de Martinelli es más maquillaje que otra cosa; de Ley 150 se llama ley 64: solo cambió el nombre.

El artículo 157 establece, tal como hacía en la ley 150, que las infracciones de las normas de esta Ley serán sancionadas administrativamente por la DGDA, previa audiencia, pero “sin perjuicio de las acciones civiles y de las sanciones penales que correspondan”. Porque, si faltaba más, ser multado no exime al infractor de lidiar posteriormente con una demanda civil a manos de, por ejemplo, el poseedor del copyright. Independientemente del poder judicial, la DGDA tiene la capacidad de multar unilateralmente y “para tal efecto se notificará al presunto responsable, emplazándolo para que dentro de un plazo de quince (1 5) días presente las pruebas para su defensa”, aclara el artículo 157. Como muchos blogueros y algunos abogados se encargan de señalar, esto da por supuesto la culpabilidad del acusado en un país en el que se es inocente, supuestamente, hasta que se demuestre lo contrario. Según esta ley, se es culpable hasta que el acusado demuestre lo contrario. Para agregarle un poco más de pimienta, en caso de reincidencia, se podrá imponer el doble de la multa.

Un punto más, que aislado no dice mucho, es que según el artículo 152, punto 5, la DGDA puede actuar de oficio, sin denuncia de un implicado en el copyright. Lo que no aclara es cuáles son los criterios para la selección de investigaciones y supervisiones de oficio. Por otro lado, tampoco determina el artículo 157 de qué depende la mayor o menor gravedad de un delito; cuestiones que atañen a una esperable futura normativa que no deje librado al azar tal decisión.
Dejando de lado los vetos parciales de Martinelli, si se pone cada uno de estos puntos al lado del otro, el resultado es preocupante. El dinero de las multas va solo para la DGDA, la DGDA no necesita un proceso civil para recaudar el dinero sino que impone una multa unilateralmente según la opinión del personal, y la presunción es que el acusado es culpable antes de demostrar lo contrario. El resultado es que la DGDA, actuando de oficio, es parte, juez y absoluto beneficiario.

Nada impide suponer que los empleados de la DGDA que oficien de inspectores recurrirán al monitoreo de torrents, la identificación de Ips y todo tipo de rastreos, sean o no legítimos. En definitiva, la institución tendrá un incentivo financiero directo de fácil acceso dado que ellos mismos estipularán la culpabilidad. Es bastante sencillo pensar que los controles serán tan feroces como arbitrarios y que forzarán los límites de lo que es una infracción mayor y lo que no lo es tanto como les sea posible. Al final de cuentas, la determinación del delito recaerá sobre la misma DGDA y no sobre un juez.

Sin miedo a exagerar, el panorama promete un gatillo fácil en donde la policía de los derechos de autor podrá decidir destinos con un solo disparo y plena autorización.

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